Había estado pintando. Lo hizo hasta las nueve en punto de la noche, hora en que cenó una lata de atún y una manzana mientras veía Desayuno con diamantes. Le fastidiaba que la película durase siempre más que su tentempié. Procuraba masticar despacio, pues le gustaba comer con la imagen en movimiento. Pero una manzana y una lata de atún no daban de sí más de media hora, así que siempre caía algo más. Un yogur, otra manzana, una rosquilla. Lo que fuera, pero hasta que terminase la película. Después se lavaba sistemáticamente los dientes, la cara y las manos. En ese orden. Cogía de nuevo los pinceles y se quedaba quieto de pie, mirando el lienzo que tenía delante.
Disponía de dos horas exactas hasta las doce, hora de acostarse. Antes de hacerlo, escribía a José Andrade un mensaje de buenas noches y otro a Alexandra Pizarro. La noche anterior, había omitido el mensaje de la chica y esta se había disgustado. Pero Calisto Andrade tenía entonces la cabeza en otra parte. No olvidaba el encargo que le había hecho el profesor. Dos meses. Un único cuadro. Tiene que ser el cuadro. Tiene que ser perfecto. Se presionaba de tal modo que una pincelada le producía infinitas dudas. Habían pasado tres semanas y el lienzo seguía en blanco. No hay nada peor que un lienzo en blanco, el vacío, la nada. La ausencia de reglas y la completa libertad para equivocarse. “Si al menos me hubiese dado una pauta”, se lamentaba Calisto. “Algo con lo que guiarme, o con lo que poder pelearme”.
Comprendió que lo más complicado era jugar en ausencia de verjas. Pensó en darse él mismo los límites, pero de nuevo se topó con la indecisión: ¿y qué límites elegiría? ¿Con qué criterio? Podía prohibirse dibujar personas, por ejemplo. O paisajes. O copiar el estilo modernista. Serían límites que le permitirían jugar dentro, a salvo. Podría reflexionar, pues ya tendría un problema sobre el que hacerlo. Pero, ¿por qué esos límites y no otros? Era más sencillo cuando las normas venían de fuera. Pero si todo dependía de él… ¿cómo estar seguro de acertar? La solución se le ocurrió a las doce y cinco de la noche, cuando ya debería estar en la cama. El azar. Elegiría las normas por azar. Lo echaría a suertes y que saliera lo que quisiese. Aquella noche se acostó otra vez con el lienzo en blanco, pero con la sensación de haber dado un paso adelante.
Así fue cómo introdujo decenas de papelitos en una bolsa opaca. Cada uno contenía un mensaje. “Prohibido usar rojo”, “No pintar bodegones”, “Los cielos de color verde”, “No usar perspectiva”, “Todas las caras humanas tendrán bigote”. Y así una lista interminable de directrices, cada cual más sorprendente. No quiso ser él quien sacase los papeles de la bolsa, y tampoco se atrevió a pedírselo a un compañero. Suficiente fama de raro tenía como para llamar puerta por puerta a que cada uno extrajese un papel. Lo que hizo fue situar la papelera en medio de la habitación y vendarse los ojos. Entonces, agitó la bolsa por encima y los papelitos cayeron como copos de nieve. Algunos entraron en la papelera y otros quedaron fuera, en el suelo. Calisto se quitó la venda y recogió estos últimos. Los abrió y anotó en una lista lo que serían las directrices de su cuadro.
• Prohibido el color amarillo
• No dibujar animales, excepto osos blancos
• Usar pintura al óleo de fabricación casera
• Prohibida la abstracción, toca ser figurativo
• Tiene que haber una ametralladora
No pudo reprimir una sonrisa de satisfacción. Ya estaba, sabía por dónde moverse. Y había sido totalmente azaroso. Ahora ya estaba en condiciones de ponerse a trabajar.
Me identifico demasiado con la sensación de estar volando en la nada más absoluta, cuando la cabeza parece que ha dicho “así no” y se paraliza ante trabajos sin ningún tipo de cerco. Y resulta que es justo por lo contrario: hay demasiadas ideas en la cabeza! Es una buena solución, by the way. Me ha gustado mucho!
Creo que te entenderías muy bien con Calisto, María